Cristianismo — La imposición del cristianismo como única religión no fue un acto repentino, sino el resultado de una larga transformación en la que el Imperio adaptó su estrategia política a los cambios sociales y religiosos
Estaban todos. Los soldados, los magistrados, los escribas y los hombres de túnica púrpura. Un silencio denso cubría la sala cuando el edicto se leyó por última vez, sin réplica ni aplauso. No quedaban márgenes para la duda ni para la ambigüedad: los dioses tradicionales quedaban fuera de la ley, incluso en la intimidad.
Ese día, el 8 de noviembre del año 392, el Imperio decidió que ya no había lugar para multiplicidades. Solo una fe sería aceptada. El cristianismo dejaba de ser un culto perseguido para convertirse en el único permitido.
La medida fue tomada por Teodosio en un contexto de tensión interna, después de años de guerras civiles, fragmentación territorial y disputas por el control ideológico del Imperio. El objetivo no era solo religioso, sino también político: se buscaba una herramienta unificadora que consolidara el poder desde una base espiritual común.
Una transición lenta y política que reformuló el papel de la religión en el poder
Aquello no había sido una conversión súbita ni un movimiento espontáneo del pueblo. Fue, más bien, un proceso largo, complejo y profundamente político. Durante más de tres siglos, los cultos paganos habían articulado la vida pública, el calendario festivo, el arte y hasta la arquitectura de las ciudades.
La religión romana, más que un sistema de creencias, era una forma de organizar el mundo, una herramienta de cohesión social y una vía de prestigio para las élites. Pero el contexto había cambiado, y con él, las prioridades del poder.

El cristianismo, a diferencia de las religiones tradicionales del Imperio, ofrecía una estructura jerárquica consolidada, una doctrina escrita y una promesa de igualdad que seducía especialmente a los sectores más desfavorecidos.
En palabras recogidas por Lactancio en su obra De mortibus persecutorum, el emperador Galerio había terminado reconociendo su influencia: “Habíamos invitado a los cristianos a que guardasen la fe de su secta y de su religión”. Ese reconocimiento, lejos de ser una simple concesión, marcaba un giro de rumbo para la política imperial.
Este camino hacia la centralidad cristiana había comenzado décadas antes con Constantino, quien en el año 313 promulgó el Edicto de Milán, legalizando el culto cristiano. Más tarde, con el Concilio de Nicea en 325, sentó las bases de una ortodoxia que facilitaría la fusión entre fe y poder.
Los templos dejaron de recibir fondos, las estatuas fueron derribadas y los altares, abandonados. La medida más simbólica la tomó Graciano, emperador de Occidente, al ordenar el desmantelamiento del Altar de la Victoria en el Senado de Roma. Era una forma de cortar con el pasado sin medias tintas.
El cristianismo no solo ocupaba el centro de la vida religiosa, también empezaba a moldear la identidad del poder. Teodosio lo consolidó poco después al promulgar el Edicto de Tesalónica en el año 380, declarando herejes a quienes no compartieran la fe imperial.
La resistencia pagana sobrevivió entre templos escondidos y zonas rurales olvidadas
Este proceso no fue lineal ni uniforme. En muchas regiones, los antiguos cultos resistieron durante décadas. Algunos templos continuaron funcionando de forma encubierta, y no fueron pocos los casos de convivencia ambigua entre prácticas cristianas y creencias anteriores.
La aplicación de las prohibiciones no fue igual en todo el Imperio; en zonas rurales o alejadas del poder central, la presencia pagana siguió siendo activa durante años, aunque fuera de forma disimulada. Aun así, la dirección general era clara: lo que antes había sido tolerancia pasaba a ser exclusión.

El modelo de integración que había caracterizado a Roma durante siglos –asimilar cultos extranjeros, reinterpretar deidades, permitir cierta autonomía local– fue sustituido por una lógica excluyente. A diferencia del sincretismo que había definido tradicionalmente la religión romana, ahora se imponía una única vía religiosa, sin espacio para la pluralidad. El nuevo orden se definía por su unicidad: un solo dios, una sola fe, una sola autoridad espiritual legitimada por el emperador.
Este cambio no solo afectó a los ritos o a los edificios. Transformó también la relación entre religión y política. La Iglesia se convirtió en un agente con capacidad jurídica, económica y social. Los obispos adquirieron influencia en los tribunales, las exenciones fiscales consolidaron su poder y sus propiedades crecieron exponencialmente.
Como señaló el historiador Bravo en su análisis de la legislación teodosiana, se establecieron “multas y confiscaciones para quien se apartara del culto católico”, evidenciando el nuevo papel de la religión como instrumento de control institucional.

A pesar de su apariencia monolítica, el cristianismo del siglo IV estaba lejos de ser una doctrina única. Las divisiones internas eran numerosas y profundas: arrianos, donatistas, priscilianistas, entre otros, defendían visiones enfrentadas sobre cuestiones clave de la teología.
Las decisiones doctrinales eran tomadas en el seno de la Iglesia, aunque el emperador ejercía como convocante y mediador de los concilios, garantizando que sus resultados sirvieran también a los intereses del poder. La intervención de los emperadores fue decisiva para imponer el llamado credo niceno, declarado oficial tras el Concilio de Constantinopla en 381.
Juliano fracasó al intentar revivir unos dioses que ya no tenían aliados
El emperador Juliano, apodado por los cristianos como el Apóstata, había intentado décadas antes revertir el proceso. Era sobrino de Constantino y había sido educado en Oriente, con una fuerte influencia neoplatónica. Esa formación filosófica fue clave en su rechazo al cristianismo institucionalizado y en su intento por restaurar los antiguos cultos desde una estructura inspirada en el modelo cristiano.

Su estrategia fue replicar la jerarquía eclesiástica para organizar una religión pagana renovada. Pero su proyecto fracasó. La Iglesia tenía una ventaja decisiva: funcionaba como una red administrativa paralela al Estado. Y en un momento de crisis institucional y fragmentación territorial, esa capacidad organizativa era un recurso demasiado valioso como para ignorarlo.
La decisión de Teodosio, lejos de ser una ruptura, fue el punto final lógico de una larga negociación entre religión y poder. Un paso que cerraba un ciclo y abría otro. A partir de entonces, la religión ya no sería una cuestión privada o cívica, sino el eje en torno al cual giraría la legitimidad del Imperio.